Ya comenté el otro día que
estamos en muy mala época. Exacto: exámenes (cómo molan las aliteraciones,
podría empezar a usarlas más a menudo).
Aunque ésa no es la cuestión.
Ayer ya me examiné de español (no me deja de resultar irónico, pero es lo que
toca) y hoy ha sido el turno de alemán. Si mi cabeza no explota en el intento,
estaré muy orgulloso de haber sobrevivido a once exámenes en dos semanas, y
encima en cuatro idiomas distintos. Aclaración: los exámenes los hago en un
solo idioma, es que estudio cuatro lenguas diferentes, y me tienen que evaluar
de todas ellas.
Espero no repetirme
demasiado, pero el caso es que ahora sólo me preocupan dos cosas. Por una parte, hacer un
papel lo mejor posible como estudiante modelo que se supone que soy (digo ‘se
supone’ porque probablemente sólo lo piense yo). Por otra, sacar el lado positivo de todo.
Disfrutar de los rayos de sol inundando la sala de estudio, del viento
colándose por la ventana abierta, de los folios revoloteando en el aire (esto
no es necesariamente bueno, pero es muy divertido) y, sobre todo, de la
tranquilidad de las noches de junio.
Ir a la biblioteca hasta las
doce es la mejor idea que he tenido en mucho tiempo. Es suficiente tiempo para
poder hacer algo productivo y no demasiado para acabar agotado. Además, son
horas que, de cualquier otra forma, habrían sido malgastadas irremediablemente.
Pero, por encima de todo, al salir a medianoche la temperatura es perfecta, la
tranquilidad es absoluta y la brisa nocturna, fresca y vigorizadora, se lleva
consigo todos los conocimientos adquiridos. ¿Qué más se puede pedir?
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