¿Hay algo más bonito que
una piscina llena de gente, en la que los niños chapotean y todos
exhiben sus bronceados cuerpos semidesnudos?
Sí, una piscina vacía.
No porque los cuerpos
morenos y bronceados no siempre son lo que uno espera encontrar en
una revista de modelos. Qué va, no soy tan superficial (todavía).
Lo digo simplemente porque pocas cosas consiguen transmitir tanta paz
y tanta serenidad como una piscina vacía.
El agua inmóvil, el azul
de los azulejos (valga la redundancia), el vaivén de las pequeñas
olas, la luz que se refleja en la superficie… Todo contribuye a un
equilibrio mágico y perfecto… Hasta que el gracioso de turno
decide zambullirse y cargarse la escena. A menos que ese gracioso
seas tú mismo, en cuyo caso la magia perdura un poco más. Puedes
dar unas cuantas brazadas y sentirte poderoso por haber deshecho algo
tan hermoso o puedes bucear para sentirte en completa armonía con
las cloradas aguas. Y, aunque esta magia también acaba por
desaparecer, al menos durante unos momentos todavía tienes la
oportunidad de disfrutar con la vista del líquido elemento, distorsionada por el
cristal de las gafas, e imaginar que estás en un cálido mar
caribeño, o en el glacial Océano Ártico, según la temperatura del
agua.
Hasta que otro gracioso
-que esta vez no eres tú- también decide que zambullirse es una
buena idea... Y entonces la magia se esfuma irremediablemente.
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