martes, 30 de julio de 2013

Piscinas

¿Hay algo más bonito que una piscina llena de gente, en la que los niños chapotean y todos exhiben sus bronceados cuerpos semidesnudos?
Sí, una piscina vacía.

No porque los cuerpos morenos y bronceados no siempre son lo que uno espera encontrar en una revista de modelos. Qué va, no soy tan superficial (todavía). Lo digo simplemente porque pocas cosas consiguen transmitir tanta paz y tanta serenidad como una piscina vacía.

El agua inmóvil, el azul de los azulejos (valga la redundancia), el vaivén de las pequeñas olas, la luz que se refleja en la superficie… Todo contribuye a un equilibrio mágico y perfecto… Hasta que el gracioso de turno decide zambullirse y cargarse la escena. A menos que ese gracioso seas tú mismo, en cuyo caso la magia perdura un poco más. Puedes dar unas cuantas brazadas y sentirte poderoso por haber deshecho algo tan hermoso o puedes bucear para sentirte en completa armonía con las cloradas aguas. Y, aunque esta magia también acaba por desaparecer, al menos durante unos momentos todavía tienes la oportunidad de disfrutar con la vista del líquido elemento, distorsionada por el cristal de las gafas, e imaginar que estás en un cálido mar caribeño, o en el glacial Océano Ártico, según la temperatura del agua.

Hasta que otro gracioso -que esta vez no eres tú- también decide que zambullirse es una buena idea... Y entonces la magia se esfuma irremediablemente.


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